Popularmente, siempre ha existido cierta rivalidad entre los optimistas y los pesimistas. Hay quienes tachan a unos de inocentes y benevolentes, mientras que a los otros los catalogan de amargados y mal humorados. Yo creo que tengo un poco de los dos. Supongo que como todo el mundo. El optimismo, y más en los tiempos que corren, puede que esté demasiado exprimido. Pero es necesario dedicarle unos cuantos titulares porque su poder es claro y está demostrado.
Pero hoy no vengo a hablar de las ventajas de ser una persona optimista (que las hay), sino de algo más concreto. Del lenguaje positivo.
Hay quienes afirman que utilizamos un total de 27.000 palabras a lo largo del día. Si esta cantidad la traducimos en dinero, se nos ocurren un sinfín de cosas que podemos llegar a hacer y sitios dónde viajar. Pues con las palabras pasa lo mismo. Con 27.000 palabras al día podemos decir e influir en muchísimas cosas.
El lenguaje no es inocente. Y es que todas las palabras, tanto las positivas como las negativas, están cargadas emocionalmente y son capaces de lograr un efecto inmediato en nuestro estado de ánimo. Cuantas veces alguien no ha dicho una frase que nos ha sentado mal y que recordaremos toda nuestra vida. O al revés, cuantas veces nos han dicho algo positivo y nuestra mente lo ha tatuado para siempre. Y aquí es donde quiero ir a parar.
El lenguaje determina la calidad de nuestras conversaciones y la calidad de nuestras relaciones. Y está comprobado que un uso de las palabras positivas tienen una repercusión directa en el funcionamiento del cerebro.
El filósofo Luis Castellano es pionero a nivel mundial en la investigación del lenguaje positivo como herramienta para el progreso de la humanidad. Según él, hacer una buena elección de las palabras puede ayudarnos a enfrentarnos a nuestros miedos, motivarnos a nosotros mismos y a las personas que nos rodean.
El ser humano es “quejica” por naturaleza y destinamos demasiada energía en aquello que nos molesta, enfocándonos en lo negativo, dificultando así la tarea de cambiar aquello que no nos agrada. Utilizar un lenguaje positivo influye también en la forma de concebir el mundo y, aunque pueda sonar a tópico, mejora las probabilidades de llevar una vida feliz.
Por todo ello debemos entrenar el lenguaje para usar más palabras positivas. ¿Cómo? Aquí van algunos “truquillos” para empezar a aplicarla:
Tenemos que determinar lo que podemos hacer en vez de lo que no somos capaces de hacer.
Tenemos que comunicar lo que queremos en lugar de lo que no queremos.
Responder de manera concreta, directa y adecuada. Por ejemplo, en vez de contestar “vale, si no hay más remedio”. Contestar con un: “De acuerdo, vamos a ello”.
Hablar de soluciones en vez de culpabilizar.
Críticas constructivas en vez de destructivas. Cada palabra negativa tiene que estar contrarrestada con cinco positivas.
El lenguaje define la forma en la que abordamos la vida. Es nuestra misión entrenarlo para ser capaces de encontrar aquellos términos que nos hagan bien, que tengan un mejor impacto y que fortalezcan y desarrollen las relaciones sociales.
Palabra de Bárbara.
*Bárbara se licenció en Periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona porque su vocación desde bien pequeña era contar historias. Ha colaborado en diversos medios de comunicación culturales y de tendencias, y ahora también está con nosotros en nuestro Blog Verde Lima.